La opinión invitada

El uso de los alimentos básicos como reclamo comercial

  • Denuncia de la actuación de la Comisión Nacional de la Competencia.

HAY un debate sobre los efectos que provocan determinadas prácticas comerciales realizadas por la distribución con la intención de producir un efecto llamada en los consumidores. Hablamos de la venta de productos de primera necesidad (leche, huevos, aceite, etc) a precios inferiores a los que fueron adquiridos, como reclamo para atraer al consumidor hasta el establecimiento. Una vez allí, suele comprar otros productos con márgenes que nada tienen que ver con el de aquellos que, con gran estruendo, se anunciaban en las vallas publicitarias.

El artículo 325 del Código de Comercio, vigente desde el año 1885, define la compraventa mercantil como la adquisición de cosas muebles para revenderlas con ánimo de lucrarse, es decir que, por definición, cuando una cadena de distribución adquiere un producto lo hace con la legítima intención de obtener ganancia en su venta al consumidor.

Como el ánimo de lucro es inherente a la actividad comercial (y no solo porque lo diga nuestro vetusto Código de Comercio), la venta a pérdidas ha sido regulada por nuestro ordenamiento jurídico desde distintos puntos de vista, ya que no es una práctica inocua ni para los competidores del vendedor ni para los consumidores ni, como veremos, para el resto de eslabones de la cadena agroalimentaria.

La primera regulación de la venta a pérdidas aparece en la Ley 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal cuyo artículo 17, tras proclamar la libre fijación de los precios (pilar de la economía de mercado), señala no obstante que la venta bajo coste se reputará desleal: a) cuando sea susceptible de inducir a error a los consumidores acerca del nivel de precios de otros productos o servicios del establecimiento; b) cuando tenga por efecto desacreditar la imagen de un producto o un establecimiento ajeno, o c) cuando forme parte de una estrategia para eliminar a un competidor del mercado. Este precepto podría dar mucho juego aplicado al uso de los alimentos básicos como productos reclamo. Pero hace falta voluntad política y un adecuado desarrollo normativo, ya que actualmente ni siquiera existe un régimen sancionador.

La segunda norma que contempla la venta a pérdidas es la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista, la cual, tras reiterar en su artículo 13 el principio de libre determinación de los precios, establece que no se podrán realizar ventas al público con pérdida, salvo en saldos y liquidación, a menos que se pretenda alcanzar los precios de uno o varios competidores o que sean artículos perecederos en fecha próxima a su inutilización. El artículo 65 de esta ley tipifica como infracción grave la venta a pérdidas y la sanciona con multa de 6.000 a 30.000 euros.

La competencia para perseguir estas conductas corresponde a las comunidades autónomas. Hasta la fecha, no nos consta que se haya incoado procedimiento alguno al respecto, por más que desde COAG lo hayamos denunciado reiteradamente.

Existe pues un marco normativo para perseguir estas prácticas. Sin embargo, falta contemplar la venta a pérdidas desde la perspectiva de los efectos que produce en las relaciones comerciales de la cadena agroalimentaria.

El empleo de estas prácticas, normalmente al inicio de la temporada del producto afectado (cuando son más demandados), perturba la formación del precio, generando una tendencia a la baja en toda la cadena agroalimentaria. Ello acaba repercutiendo sobre el productor, que ve cómo el precio que le ofrecen por sus frutos se hunde, porque una gran superficie con capacidad de influir en el mercado decide utilizarlos como reclamo, vendiéndolo a un precio inferior al de adquisición y, a veces, también inferior al coste de producción.

Por ello, la venta a pérdidas debería estar regulada en la Ley 12/2013, de 2 de agosto, de medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria, cuyo objetivo es garantizar la sostenibilidad de los operadores que la conforman, ya que todos contribuyen al crecimiento económico y al desarrollo del medio rural.

Instituciones comunitarias, expertos y opinión pública coinciden en la necesidad de prohibir las prácticas que producen efectos perversos en la formación de precios, impidiendo la adecuada remuneración del esfuerzo por mejorar la calidad de las producciones, desincentivando la innovación, debilitando y abocando a la desaparición al sector primario y al sector industrial asociado y frustrando así sus posibilidades de crear empleo y riqueza.

Frente a todo ello, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, con un discurso económico fundamentalista y ya superado, defiende estas prácticas con el falso argumento de que benefician a los consumidores, como si estos no fueran conscientes de que un producto reclamo no es más que una treta para conseguir mayor beneficio comercial.

La libertad de empresa y la economía de mercado no pueden prevalecer sobre el interés general, que reclama una cadena agroalimentaria sostenible, donde todos los operadores obtengan un beneficio correspondiente a su actividad, con un adecuado nivel de precios, transparente, leal y donde se fomente la autorregulación.

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