La opinión invitada

JUANA SALABERT

Vino y literatura, el feliz maridaje del rito y el mito

Defensa de una cultura arraigada en la historia y en los libros.

Desde aquella mítica cepa plantada por Noé, el vino ha venido encarnando en las letras universales connotaciones positivas de astralidad y celebración vital frente al sombrío imaginario de esos otros alcoholes, destilados de alta graduación, protagonistas de bajadas a los infiernos desde mucho antes de la aparición de Bajo el volcán, novela de Malcom Lowry. He tenido recientemente la ocasión de hablar como escritora sobre el tema en los institutos Cervantes de Chicago y Nueva York, y los ejemplos en este sentido son gozosamente innumerables. "El vino es amigo del sabio y enemigo del borracho", aseguró Avicena, siglos antes de que Pasteur, desconocedor de las virtudes de los polifenoles degustados con mesura, lo definiese como "la más higiénica de las bebidas". Más apolíneo que dionisíaco, si nos atenemos a la distinción filosófica empleada por Nietszche, el vino es en nuestra conciencia cultural sinónimo de virtudes civilizatorias y metáfora de pervivencia. "Lehaim", reza el bello brindis hebreo, es decir, "Por la vida". "Béseme con tu boca a mí el mi amado/ son más dulces que el vino tus amores", así tradujo al castellano Fray Luis de León los maravillosos versos del bíblico Cantar de los Cantares.

Del milagro de Jesús convirtiendo el agua en vino en un banquete nupcial a Berceo, y al cabo a ese "vino nuevo", invocado por los surrealistas franceses tras la pesadilla bélica de 1914, y a la Oda de Pablo Neruda en que el vino es "planta de alegría", las catas, los cánticos a los tintos y blancos de los entregados al apasionado manejo de la tinta ahora digitalizada, han sido y siguen siendo muchos. Omar Khayyam, el gran poeta persa, odiado siglos después de su muerte por la estupidez del integrismo islámico, recomendaba: "Siéntate en el trono de la alegría y acerca la copa a tus labios, Dios es inconsciente de cultos y de pecados, goza pues aquí abajo de lo que te ha sido otorgado". "¡Pisad todos la sola uva del mundo!", exultaba Claudio Rodríguez en su poema "Con media azumbre de vino".

Rubén Darío llamó al vino "paje rojo" y Borges pidió, con melancolía serena, "vino, enséñame el arte de ver mi propia historia", a sabiendas de que abrir una botella madurada en la soledad paciente de sus horas es entablar un diálogo con el tiempo y sus ficciones, con nuestra rica y atormentada "Historia de historias" venidas de tan lejos, de Jerusalén, Babilonia, Grecia y Roma. Un diálogo singular con el mundo. ¿No ha dicho acaso bellamente al respecto el novelista francés Erik Orsenna que "el vino es una geografía líquida", en el espléndido marco de "las jornadas Nacionales del Libro y del Vino", que reúne en el Valle del Loira a escritores y enólogos, a editores y viticultores, a actores y periodistas enamorados del "arte de vivir a la francesa". Harían falta muchos encuentros así en nuestro país, tan dado a las proclamas de la "marca España" (otras naciones más seguras de sí no necesitan apelar a tan confusa terminología), en época de podas y recortes insensatos, acaso cosechadores de nuevas "uvas de la ira". Similares, en su espíritu, al del excelente Festival internacional del Vino al que asistí, hace pocos años, en Aranda de Duero, llegada de Australia y de una Nueva Zelanda cuyos extraordinarios vinos blancos me enamoraron casi tanto como sus paisajes. Américo Castro se refirió justamente al sentir vital hispánico presente en nuestras letras e idiosincrasia como un "vivir desviviéndose", producto de siglos de atroz inquisición y ortodoxias rampantes, pero en el vendaval de esta crisis deberíamos de empezar por reivindicar alturas antes que baraturas, por afirmar modelos de excelencia antes que la ganga del "pan para hoy y hambre para mañana" en la tierra donde surgió la novela de la mano única de Cervantes, la tierra de los Velázquez, Picasso, Lorca, Falla, Ramón y Cajal... La tierra y las tierras de nuestros mejores artistas, descubridores y caldos.

Cualquier lector de la inmensa literatura española sabe que se bebe mucho vino en sus páginas, de Cervantes a Ana María Matute, de Fernando de Rojas, Galdós y Pardo Bazán a Miguel Delibes, y a tantos, tantísimos otros. Se bebe, a la estoica o a la epicúrea, en fondas y caminos ibéricos, siempre con deleite y mayores ganas de vivir que de sobrevivirse, como le ocurría a Lazarillo. "Con pan y vino se anda camino", decía Celestina. Sancho Panza presumía de entendido, "en dándome a oler cualquiera, acierto patria, linaje", se ufanaba. Isabel, en Paraíso inhabitado, novela de Matute, afirma del vino que "da calor al corazón" y en sus palabras resuena modernamente el eco de las de Celestina, para quién su diario jarrillo "quita la tristeza del corazón más que el oro y el coral". Arcipreste de Hita elogió sus "muchas bondades tomado con mesura" y Quevedo lo definió como "el mejor vehículo del alimento".

Y es que los españoles tenemos una estrecha filiación anímica con nuestros vinos. Hasta el punto de transformarlos en personajes y tenerlos por acompañantes esenciales de nuestros compartires a lo "Carpe Diem" o "que nos quiten lo bailado". "No tiene sino una tacha, que lo bueno vale caro y lo malo hace daño", aseguraba, certera, la alcahueta de Fernando de Rojas.

Mejor entonces decantarse por lo bueno, siquiera sea poco, que por lo mucho y malo, ateniéndonos al consejo de Don Quijote. Eso si nos dejan ciertos gurúes como la señora Lagarde, claro, que aunque no paga impuestos por su cargo al frente del FMI, recomienda que nos los suban sin tregua al sur del continente. Triste destino sería servir mañana vinos peninsulares sin poder apenas disfrutarlos, salvo con pícaras tretas de revividos Lazarillos.

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