Del infortunio

Ante desgracias inesperadas, puede no encontrarse otra explicación que la de estar reservadas por el destino

El infortunio o la adversidad suelen atribuirse a la mala suerte, como si el azar jugara con las contingencias sin que resulte posible librarse de la malaventura. Pero sí cabría prever que el roble centenario, parece que hueco y vulnerable por los muchos años, del decimonónico jardín de Funchal, capital de Madeira, donde se celebraba la antigua y concurrida procesión de la Señora del Monte, patrona de la isla portuguesa, pudiera caer tras un crujido seco, rotas sus leñosas caderas, ya sin fuerza que sostuviera su frondosidad vetusta. Aunque las trece personas muertas en el momento del accidente y las muchas heridas en modo alguno anticiparían el mal fario que el destino les guardaba. Se ha dicho accidente porque tales son los sucesos eventuales que alteran el orden regular de las cosas, en precisa y depurada acepción académica. Y también se mienta el destino como encadenamiento de sucesos que, generalmente, resulta fatal. Distraerán, por otra parte, las controversias sobre la atención que debía haberse prestado a las denuncias por el estado de muchos árboles en esa plaza pública, así como los desacuerdos entre distintas administraciones para determinar la competencia de las medidas no adoptadas. Pero nada podrá deshacer la tragedia y, desde ahora, la verbena de la celebración tomará asimismo carácter de aniversario de la congoja.

Incluso el bálsamo del consuelo, aunque tarde en cerrar los quebrantos de la pena, puede llevar a la predestinación como razón del propio destino. Tal parece cuando, ante desgracias inesperadas y expeditivas, no se encuentre otra explicación que la de entender que las cosas -imprecisa pero consabida referencia- estaban para quien recibió la desgracia de improviso. Y así, con tan infundada seguridad -la contradicción da un nuevo sentido a dos términos opuestos que se juntan-, se aminore el tormento de sufrir por la mala suerte y de pensar en cuántas alternativas podrían haber cabido, en el día de cada uno de los que perecieron, para esquivar tan infausto desenlace. No llegará este consuelo al fatalismo, porque éste tiene un alcance, filosófico e ideológico, que niega la posibilidad de alterar ni siquiera el curso de las cosas previsibles y ordinarias. Tan solo resulta una manera de asirse a alguna razón que explique por qué esa mañana festiva cada una de las personas que perdió su vida no tuvo la suerte de estar algunos metros más allá.

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